De niño, Carlos Coello leía cómics de superhéroes, hobby que luego evolucionó hacia la ciencia ficción y más tarde a las ciencias computacionales.
Curiosamente, esos temas que hace 30 o 40 años eran ficción –como la inteligencia artificial, la computación cuántica o los algoritmos genéticos– hoy forman parte del trabajo de este profesor investigador que apenas en mayo de 2023 ingresó al Colegio Nacional, máxima cátedra que reúne a los científicos, artistas y humanistas más destacados del país.
Originario de Tonalá, Chiapas, Coello asegura que muchas cosas en su carrera han ocurrido de manera azarosa e inesperada, aunque quizás esto sea solo una muestra de su modestia.
Miembro del Faculty of Excellence del Tec –iniciativa que reúne a decenas de los mejores profesores e investigadores del mundo para compartir su conocimiento en distintas áreas–, investigador del Departamento de Computación del Cinvestav del Instituto Politécnico Nacional, Coello es uno de los autores más citados en Ingeniería, ha escrito más de 190 artículos en revistas indexadas, cuatro libros y 60 capítulos dentro de ellos.
Además, ha recibido los galardones más importantes que un científico puede obtener en México, como el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2012) en Ciencias Físico-Matemáticas y Naturales, el Premio Nacional de Investigación (2007) de la Academia Mexicana de Ciencias, entre muchos otros.
A pesar de que la lista de sus reconocimientos ocuparía toda esta nota y que sin duda es una eminencia en su materia, Coello no pierde el sentido del humor, la sencillez y la confianza. No tiene reparo en abrirse para hablarme de su juventud, de lo difícil que fue al principio dejar su casa familiar para estudiar en el extranjero y más cuando supo que su mamá había enfermado de cáncer y no podía estar cerca.
Aún pone un rostro serio cuando suena el obturador de la cámara, pero entre las pausas sonríe y charla un poco, tal y como lo hizo durante el tiempo en que me contó parte de la historia de su vida.
De aficiones a profesiones
¿Qué querías ser de grande cuando eras niño?
Luchador, ¡pero de los enmascarados! Tenía una fascinación por la lucha libre: mi papá me compraba máscaras, poníamos una colchoneta en el piso y fingíamos luchar. Mi favorito, como el de toda mi generación, era El Santo, aunque nunca lo vi en vivo.
Una vez, me senté en primera fila y me cayó uno encima. De niño, todo eso me emocionaba, pero un día me di cuenta de que abajo del ring ponían tambos vacíos para hacer más ruido y perdí la ilusión, se fue la magia. Me duró hasta los 12.
¿Con qué sustituiste la pasión por la lucha?
Tenía varias aficiones, una eran los superhéroes. A mi mamá le molestaba que mi papá me comprara cómics, pero él le decía: “Ahorita lee cómics, pero algún día leerá otras cosas”. Y efectivamente, un día me aburrieron y empecé a leer divulgación. Los cazadores de microbios fue una de las grandes influencias de mi adolescencia; también leía a Carl Sagan y me hice muy aficionado a leer biografías de personalidades de la ciencia y la computación.
Empecé a interesarme por el cine y la ciencia ficción, por ejemplo Isaac Asimov, que hablaba de la computación y las tres leyes de la robótica; él siempre me pareció un escritor fantástico.
Había unos libros maravillosos, Los Premios U, que no entiendo cómo llegaron a Tuxtla Gutiérrez, que eran historias de aficionados a la ciencia ficción. Esos volúmenes influyeron mucho en mí y en mi sueño de ser científico. No sabía muy bien en qué, pero sabía que era algo que tenía que hacer.
Al principio elegiste Ingeniería Civil…
No sabía qué estudiar y tampoco había muchas opciones en Tuxtla Gutiérrez, así que me decidí por Ingeniería Civil, que fue lo que menos me desagradó.
Cuando comencé a estudiar, mi papá me regaló mi primera computadora. Era 1985 y me enamoré de la computación. Me di cuenta de que eso era lo que quería estudiar, pero no me dejaron abandonar la carrera. Te cuento que mi papá era maestro en la Autónoma de Chiapas, había terminado la prepa y se convirtió en profesor de Educación Física. Fue hasta después que pudo estudiar Ingeniería Civil y se hizo profesor hasta su jubilación.
¿Cómo llegaste al camino de la computación?
Terminé mi licenciatura en 1990 y me puse a escribir la tesis… Mientras tanto trabajaba en una constructora. Un día vi un anuncio sobre unas becas y me fui a la Ciudad de México a aplicar. Llevaba mi currículum en una hoja y cuando lo entregué, el tipo que recibió los documentos me dijo: “A ver cómo te va porque vas a competir contra todos estos” y vi que había carpetas con expedientes enormes.
Pero de alguna manera yo sabía que me iban a dar la beca, incluso renuncié a la constructora antes de que dieran los resultados. Aunque después sí me puse nervioso porque no me hablaban.
Carlos Coello Coello ha dejado la posición natural de la silla. Mueve los brazos y bromea como si estuviera frente a amigos. Es la primera vez que lo escucho soltar una carcajada mientras continúa contando que realmente llegó a pensar que no recibiría la beca.
¿Y qué pasó?
Pero sí, sí me la dieron y me fui a Tulane University en Nueva Orleans, donde estudié la maestría y el doctorado en Ciencias Computacionales.
Fue un cambio abrupto en todos los sentidos, especialmente en la enseñanza; tuve que aprender mucho sobre la marcha, pero después me fui adaptando y fue siendo cada vez más fácil.
La magia de la computación evolutiva
Ahora eres pionero de computación evolutiva multi-objetivo, ¿cómo explicarías tu trabajo?
Es un conjunto de técnicas de inteligencia artificial en las que simulamos la evolución natural, es decir, el principio de supervivencia del más apto, con el objetivo de resolver problemas complejos, usualmente de optimización y clasificación; en mi caso, trabajo en optimización.
Tiene muchas aplicaciones, desde el diseño del ala de un avión, el perfil aerodinámico de un automóvil o la optimización de horarios de trenes y rutas de paquetería.
El trabajo de Carlos se ha usado en el diseño de jets supersónicos y hasta en un avión autónomo para tomar fotografías de la superficie de Marte.
Trabajas con algoritmos estocásticos y eso suena muy raro.
Los algoritmos evolutivos son estocásticos, esto quiere decir que su funcionamiento se basa en el uso de números aleatorios. Suena un poco extraño, especialmente para un tema de computación, porque usualmente si yo le doy a una ecuación la misma entrada, el algoritmo siempre me da el mismo resultado.
Estos algoritmos no son así, y lo hacen porque estamos simulando procesos biológicos, como en la naturaleza donde hay cierto nivel de incertidumbre y no siempre tenemos resultados exactos.
Alrededor del 2000 creaste el primer algoritmo genético. ¿Qué es esto y cómo fue su desarrollo?
Era una idea que yo tenía en la cabeza a partir de un artículo que leí en los ochenta, donde se planteaba que teóricamente un algoritmo genético sería imposible de funcionar con una población pequeña.
Es decir, se pensaba que las soluciones que te diera al final, en algún momento serían las mismas. Para evitar eso se hace más grande la población, por lo que, en teoría, no se podía tener las dos: población chica y resultados distintos. Nosotros lo logramos.
Fue muy innovador para la época. Trabajé con un alumno brillante, Gregorio Toscano, y el algoritmo funcionó y era muy rápido para ese entonces.
Desafiando las expectativas
Tu trabajo te ha valido para muchos reconocimientos y para el ingreso al Colegio Nacional, ¿cómo fue este evento?
Fue casi irreal y déjame explicarte por qué. Después de dar mi discurso de ingreso, un periodista se me acercó y me dijo que estaba asombrado de que alguien con un perfil como el mío entrara al Colegio Nacional… y tenía razón, no era una exageración.
El Colegio Nacional ha agrupado a los científicos, intelectuales y artistas más importantes de México; ahí estuvo Diego Rivera, ganadores del Nobel como Octavio Paz y grandes escritores como Carlos Fuentes.
Cuando tuve la primera comida con los miembros, me preguntaban si venía del Politécnico, del Tec o de la UNAM… Muchos ni sabían que existía la Autónoma de Chiapas. Yo venía de una universidad pequeña, e incluso donde estudié en Estados Unidos, tampoco es una de las universidades más reconocidas.
Coello ríe de nuevo, esta vez con más fuerza y luego aclara su garganta un par de segundos.
¿Esto te hizo sentir incómodo?
No, me hizo sentir muy honrado. Uno ve en retrospectiva su vida y piensa: “¡Qué barbaridad!, ¿cuál era la probabilidad de que me ocurriera algo así?”.
Si me lo hubieran preguntado de joven, habría dicho que eso nunca podría pasar, pero conforme crecía, sentía que podía lograr más cosas, apoyándome del trabajo, obviamente, y también de alguna alineación de los astros.
Al final me siento muy afortunado.
¿Qué más te hace sentirte afortunado?
Bueno, soy papá de dos hijos: el pequeño acaba de cumplir 22 años y el más grande 26, y tengo una pareja con la que soy muy feliz. Mi hijo mayor me dio la sorpresa de que recibirá la Medalla al Mérito Universitario y me siento muy orgulloso de él.
Mi mamá está retirada y vive en Tuxtla Gutiérrez y siempre me dice que si mi papá estuviera vivo también estaría orgulloso. Con mi madre hablo al menos una vez a la semana; viajo mucho y a veces estoy del otro lado del mundo pero siempre intento llamarla. Ella siempre me apoyó mucho, movía mar y tierra para conseguir lo que yo necesitara.
¿Cómo te gustaría ser recordado cuando ya no estés?
Cuando cumplí 40 años me deprimí como tres días y luego se me pasó. Pero cuando cumplí 50 empecé a pensar en el legado y dicen que cuando llega uno a los 60 empieza a pensar: “Qué bueno que sigo vivo”.
Creo que, de todo lo que hacemos, tendremos suerte si trasciende al menos una o dos cosas que hayamos hecho. También creo que hay veces que a uno lo recuerdan no por lo que más haya disfrutado haber hecho en su vida. Tal vez me podría pasar a mí, que al final la gente me recuerde por algunas de las cosas relevantes que hice y que tal vez ahora mismo están siendo ignoradas.