Vivir experiencias adversas durante la infancia deja huellas que permanecen en el cuerpo y mente de quienes las padecen hasta que son adultos. Aunque se sabe que estas vivencias ocasionan un mayor riesgo de tener distintas enfermedades, sabemos poco sobre los mecanismos que están detrás de esto.
“En ocasiones, es difícil entender que estos eventos pueden dejar una marca en nosotros para siempre”, dice Patricia Silveira, investigadora del Departamento de Psiquiatría de la Universidad McGill, Toronto, en entrevista con TecScience.
Aunque suene increíble, el malestar durante nuestros primeros años de vida genera cambios en nuestras células y órganos.
Desde hace años, Silveira y su equipo han dedicado su investigación a entender los efectos de corto y largo plazo de la adversidad infantil en las trayectorias de salud de quienes la experimentan.
A través de estudios con modelos animales y humanos, han encontrado múltiples efectos celulares, moleculares, neurobiológicos, epigenéticos y de conducta que explican cómo es que la adversidad, el abuso y el estrés crónico durante la infancia impactan la vida humana.
Estudios sobre las experiencias infantiles adversas
Las experiencias adversas son muy variadas y van desde el abuso físico y el maltrato emocional, hasta vivir en comunidades marginadas. Esto, aumenta la presencia de hormonas del estrés como el cortisol y la cortisona, lo cual a su vez afecta múltiples órganos y sistemas.
Recientemente, su investigación ha demostrado que si las madres viven adversidad durante el embarazo −conocida como estrés prenatal− puede impactar la conducta alimenticia de sus hijos en el futuro.
En un modelo animal, encontraron que los adultos que nacieron de mamás estresadas tienen una mayor preferencia y son más proclives hacia alimentos altos en grasas y azúcares.
“El efecto parece estar más marcado en las hembras, que en los machos”, explica Roberta Dalle, una investigadora que trabaja en el laboratorio de Silveira.
Estos patrones de alimentación podrían estar ligados al aumento de enfermedades metabólicas, como la diabetes tipo dos, que se ha observado en personas que vivieron adversidad temprana.
Lo que encontraron en animales, también pudieron confirmarlo en adultos canadienses y brasileños a quienes estudiaron a lo largo de su vida. En ambos casos, observaron que quienes vivieron estrés prenatal mostraban la misma preferencia por alimentos grasosos y endulzados.
Cambios en el cerebro y la forma en que se expresan nuestros genes
Para profundizar sobre lo que hay detrás de este cambio en la conducta alimentaria, las investigadoras estudiaron el cerebro de su modelo animal. Al hacerlo, encontraron que los individuos con estrés prenatal tenían patrones de liberación de dopamina diferentes de aquellos que no habían vivido este estrés.
“La dopamina es un neurotransmisor asociado con la motivación, la recompensa, la regulación del sueño, el humor y el aprendizaje, así como con la impulsividad y el control”, explica Silveira.
Esta diferencia de liberación fue detectada en áreas del cerebro relacionadas con la inhibición de conductas riesgosas, como la corteza frontal.
En otro estudio, encontraron que el estrés prenatal también impacta los niveles de insulina –una hormona producida en el páncreas— y que esto a su vez influye en la liberación de distintos neurotransmisores, como la dopamina.
“La forma en que estos individuos responden a la comida, parece ser una interacción entre el metabolismo periférico y los sistemas de neurotransmisores del cerebro”, cuenta Silveira.
Las malas experiencias en la niñez también parecen afectar la forma en que se expresan nuestros genes, lo cual se conoce como epigenética.
En un estudio reciente, un grupo de investigadores encontró una disminución de la expresión del gen NR3C1, un receptor de cortisol, cortisona y corticoesterona, en una región del cerebro de víctimas de suicidio con un historial de abuso infantil.
Estos hallazgos hacen eco del hecho de que parece haber una coexistencia entre padecimientos mentales, como la depresión, y enfermedades metabólicas.
“Las personas que tienen diabetes tipo dos tienen un mayor riesgo de padecer trastornos del estado de ánimo y viceversa”, explica Silveira. Actualmente, están intentando entender cómo es que el estrés prenatal y la adversidad infantil aumentan el riesgo de presentar esta coexistencia.
Cuánto estrés es demasiado estrés
A pesar de que muchos de los estudios sobre la adversidad en la infancia se han concentrado en el trauma, existen niveles más sutiles que también tienen un efecto.
“Un estatus socioeconómico más bajo o los niveles de seguridad en un vecindario también son experiencias adversas y parece que tienen un efecto acumulativo”, explica Silveira.
A pesar de que es importante que como sociedad cuidemos a las infancias para que vivan plenamente, sobreprotegerlos no es la respuesta.
“Si vives en la naturaleza, vas a tener estrés y eso es normal, nuestro cuerpo está preparado para responder a él, el problema surge cuando es crónico”, expresa Dalle.
Eliminar cualquier tipo de preocupación y no permitirles realizar actividades por miedo a que se lastimen añade una capa de estrés. Algo parecido a lo que pasa cuando nos enfermamos por un exceso de limpieza.
El futuro del cuidado de la infancia
En los años que vienen, las investigadoras buscan entender qué hace que algunas personas estén en mayor riesgo de experimentar las consecuencias. “Vivir la adversidad no garantiza que vas a tener alguna enfermedad”, explica Dalle. Estudiarlo podría fomentar programas de prevención dirigidos, específicamente, a quienes son más vulnerables.
Para ellas, la evidencia que han encontrado es una oportunidad para mejorar como sociedad y garantizar que la niñez se viva de forma segura.
“Creo que el mensaje es que la infancia es una etapa muy importante y que tenemos que asegurarnos de que haya apoyo, incluso desde la etapa prenatal”, reflexiona Silveira.
Con esta información, desean que se fomente la prevención, el cuidado prenatal, el apoyo de profesionales bien entrenados y las intervenciones oportunas para reducir el impacto de estas experiencias en quienes ya las vivieron.
A través de la ciencia, incluso podría medirse cuáles intervenciones funcionan, o qué factores están asociados con que algunas personas respondan a ellas y otras no. “¿Podemos tener marcadores de efectividad?”, se cuestiona Silveira.
Mientras encuentran las respuestas a estas preguntas, la investigadora asegura que su trabajo seguirá y que buscan aportar a una sociedad que cuide mejor a sus infancias.
“Por eso estamos aquí, para estudiar estas cosas y proponer nuevas soluciones”, concluye Silveira.